lunes, 19 de abril de 2010

Relatos del Sr. Drosdov

El Sr. Drosdov, amigo personal del Sr. Arín Dodó; hombre que fuma en pipa tirolesa, de buen gusto y al que le gusta tocar el saxo al revés y tumbado en el suelo, nos deleita con un par de relatos. !!Esperamos más noticias suyas, Sr. Drosdov, aquí es siempre bien recibido!!. Que les aproveche:

La estela del amor.

Era un sábado. De madrugada. Y ahí estaba yo, tomando una copa en un local del centro.

Sentado en la barra. Hablando con el camarero que limpiaba una de esas típicas jarras de cerveza alemana.

Ya habían pasado unas cuantas horas desde mi llegada y lo único que había hecho hasta el momento fue conversar con el simpático camarero. Mis cosas estaban colocadas en el asiento de mi derecha: mi gabardina, mi sombrero y mi paraguas. Fuera hacía una noche de perros. Diluviaba como jamás llegué a ver en esta ciudad.

Eran ya las tres de la mañana cuando, surgiendo por la puerta del local, apareció una figura femenina. La figura en cuestión, era esbelta y suficientemente atractiva como para despertar mi admiración.

La sombra se adentró en el café. Era una dama preciosa. Como una de aquellas mujeres que se ven sólo en las revistas de mala fama entre ellas y de muy buena entre los hombres.

Se acercó a la barra y, con una voz insinuante, pidió a Sam el camarero, un wisky escocés. De esos que ninguna persona prudente pediría.

La mujer era joven, tendría que estar no muy por encima de los treinta años. Lucía un peinado característico, dorado cuál doblón de oro y sofisticado como su persona. Estuvo jugando un largo rato con los labios pegados a la copa, dejando pasar un prolongado lapso de tiempo entre sorbo y sorbo.

Yo, mientras, pensaba en mi trabajo, pues siempre estoy pendiente de él... Debería estar pensando en alto por que ella me pregunto:

- ¿Es usted detective?

- Así es. Me llamo Eugene Ivanov - contesté yo.

- Yo soy Isabelle Renard, – dijo.- ¿Puede saberse que hace a estas horas un tipo como usted tomando un Blue Tropic?

- No creo que le interese, pero se lo diré. Mi oficio me obliga a veces a no dormir, y es en este lugar donde comparto mis horas de reflexión con mi, aquí presente, amigo Sam. Hoy precisamente estaba pensando el caso en el que trabajo. Es demasiado apasionante como para abandonarlo, aunque sea para descansar durante unas cuantas horas nocturnas.

- Así que esa es su vida. Yo estoy aquí porque mi ex me ha echado de casa. Pasaba por aquí, y pensé que este podría ser un buen lugar para darse un respiro.

Mientras oía estas palabras el corazón se me aceleraba cada poco. La miraba de arriba abajo, analizando cada rasgo de su cuerpo.... ¿Acaso esta diosa tiene algo que ver con el caso de la señora Emanuelle y su marido perdido?... Ese pensamiento apareció en mi mente….

Es poco probable, pero hay que asegurarse.

- ¿Puede decirme a que se dedica?

- Claro. Soy ladrona.

¿Cómo? Será una broma, seguro.... ¿o no?

- Entiendo.... – la intentaba seguir el juego – ¿y se puede saber que ha robado hasta ahora?

- Bueno... mi caso es un poco especial. Digamos que robo a la gente, más concretamente a los hombres, su tesoro más preciado.

- ¿Y ese tesoro es lo suficientemente valioso como para ocultarlo?

- Si se lo dijera.... tendría que matarle.

- Entonces dígamelo, con tal de que me mate usted...

Ella giró su cabeza hacia Sam y le pidió un par de copas de un licor suave. Supuse que querría invitarme.

- Muchas gracias – le dije.

- No hay de que.-respondió

Mientras bebíamos, nos lanzábamos miradas pícaras, como si de una pareja de enamorados se tratase.

- Soy ladrona de corazones – susurró de repente.

- ¿Cómo? No entiendo la ironía.

- No es ninguna ironía. Robo los corazones de los hombres.

- ¿Cree que me lo pienso tragar? No puede ser tan cruel.

- No! Por Dios! No de ese modo que se imagina! Mi trabajo es seducirlos, robándoles de este modo sus sentimientos. Los cojo y los introduzco en los frascos de este maletín. Los llevo siempre encima para jamás olvidar a aquellos que han sucumbido a mis encantos.

Todo esto me estaba dejando perplejo. Esta conversación empezaba a ser un poco surrealista. De repente empecé a sentir atracción por Isabelle. -“¡no puede ser!”- pensé.

Pero así era. Estaba completamente enamorado de ella, de toda ella. De su rostro y su sonrisa, de sus palabras y susurros, de su sensualidad y poder de seducción.

Sin duda alguna me estaba robando el corazón.

- No! – grite de repente levantándome de mi asiento - ¿cómo puede ser verdad?

- Ve como tenía toda la razón. Piense sin embargo que jamás me volverá a ver –

Eso era lo último que quería oír

Mientras lo decía estaba sacando un pequeño frasco de su maletín, lo acerco a mi boca y dijo:

- Que el amor que este mortal por mi ha sentido, que jamás sea perdido!

Estas palabras me estremecieron. Nunca volvería a verla.

Pero como sus últimas palabras pronunciadas antes de marcharse, en busca de otro hombre, susurraron, jamás la olvidaría.

Jamás lo haré, Isabelle.



Una noche de sonidos... en silencio.

Grumedán era un paisano de Villar, un labrador, un caminante un cazador- Sin embargo, a diferencia de cualquiera de sus habitantes, se mostraba huraño con todos: solitarios, violento... Sí, Grumedan era violento de palabra con todos- a los que negaba el saludo e insultaba en soledad -. Pero sobre todo era duro y agresivo con los animales. Algunos de los que le habían ayudado en sus tareas diarias se cuenta que terminaron víctimas de sus latigazos y maltratos.

Nadie era capaz de explicar tanta perversidad en aquel hombre al que nadie se atrevía a visitar por miedo a salir mal parado de su encuentro. En realidad las gentes de Villar achacaban tan agrio carácter a una infancia en la que, abandonado de su familia, se había criado esta especie de ogro en manos de gentes de mal vivir de las que jamas debió de recibir una pequeña muestra de cariño...

Como tantas otras jornadas, Grumedan salió una mañana de su cabaña decidido a cazar. No tenía intención de comer o vender las piezas que se cobrara, sino que le bastaba el placer de ver morir bajo sus pies a cualquier animal del bosque que osara cruzarse en su camino. Su aspecto era el de un presidiario lleno de odio, paseando su corpulencia como un tanque dispuesto a arrollar el menor signo de vida con su cañón largo y frío. En apenas unos minutos de caminata ya había abatido dos perros callejeros y lo había intentado sobre tantos insectos a los que había visto revolotear insultantemente frente a si. Estaba acostumbrado a abatir ratones, conejos zorros e incluso se jactaba de haber acabado con dos vacas que habían osado penetrar en su propiedad, así como algún que otro oso, junto a uno de los últimos lobos que sobrevivía por aquel valle.

El día se fue nublando progresivamente – con esa niebla que todo lo envuelve y oscurece – y a Grumedán le sorprendió en mitad del bosque. Había hecho uso de su escopeta en varias ocasiones, pero algo le decía que su mejor pieza estaba aún por ser cobrada...

El gris de la tarde se confundió lenta e inexorablemente con las primeras sombras de la noche. Un silencio tan mohoso y lánguido como violento se fue adueñando del lugar, en el que apenas podía percibirse, de cuando en cuando, la jadeante y grave respiración de nuestro protagonista. Todo parecía presagiar que algo iba a ocurrir, especialmente en el momento en que los arbustos comenzaron a agitarse de un lado a otro como movidos por un fantasmagórico animal embrutecido.

El cazador hincó una rodilla en el suelo (sintió la acidez de las hojas de ortiga que le envolvían – casi le agarraban - la pierna plegada), pero no se inmutó. Toda su concentración estaba dirigida a dar con la fiera que, sin duda, había venido a su encuentro. Y no pudo evitar que el índice de su derecha temblara visiblemente cuando rozó por primera vez el gatillo de su rifle par forzar una primera detonación... ¡Dos ojos luminosos como la luna, amarillentos como la orina de un demonio enrabiado aparecían frente a él, tras las ramas de un acebo! Cuando tras los disparos Grumedán logró acercarse al cuerpo abatido de aquel enorme lobo enseguida supo que aquello no era una pieza como las demás. La sangre chorreaba de su corazón a borbotones y salpicaba como maldiciendo las botas de asesino tan insensible. Sin embargo, definitivamente cegado por el hambre, el agotamiento y, sobre todo, por la caída de la noche, el hombre creyó escuchar como un susurro. Quizá insinuado por la brisa de aquél mágico bosque, o por su imaginación, un mensaje penetró a través de sus oídos: El lobo, cuyo pescuezo estaba destrozado y su cabeza dislocada y caída en brazo de Grumedán, pareció advertirle que una desgracia iba a sucederle como castigo al odio y las muertes propinadas a su alrededor.

“El pueblo te rechazará como a un loco. Vivirás perseguido

por tu propia conciencia, y sólo las estrellas y la vida de

los animales que mataste podrán salvarte desde tu

arrepentimiento. Si el milagro sucede, tienes sólo una

minúscula esperanza de volver a ser persona”

En aquel momento Grumedán pensó que todo había sido un sueño: como si hubiera dormido durante unos segundos antes de abandonar aquel temible cadáver para regresar a su cabaña solitaria.

“¡Qué estupideces puede llegar a imaginar un cazador agotado!” – Se dijo a si mismo tratando de olvidar aquello que, por otra parte, no tenía ningún sentido para él.

Pasaron las emanas y las hostilidades del pueblo de Villar hacía el más Bárbaro de sus habitantes eran ya imposibles de disimular. Cuando caminaba por las calles del pequeño pueblo, todas las puertas se cerraban a su alrededor. Nadie osaba mirarle a la cara: ningún saludo, algún pequeño incendio en los alrededores de su casa que no había podido ser esclarecidos... el odio mutuo se estaba haciendo insostenible.

Grumedán, que empezó a sentir un cierto ahogo en su corazón – que hasta entonces había permanecido insensible a todo - se entregó de lleno a la bebida. A las borracheras cotidianas, que se iban llevando un trozo de su vida cada vez, le seguían borracheras mayores...

Una noche sin luna, negra como pocas, el ebrio campesino aprovechó su ceguera para salir corriendo al bosque. Estaba desnudo y sólo llevaba consigo la botella de aguardiente que tanto había empinado tras una raquítica cena. Marchó, como guiado por un alma de pena,. Al encantado lugar en el que tuvo lugar la muerte de aquel gigantesco lobo.

En su maltrecho estado, Grumedán gritaba cosas indescifrables- no sabemos si de desesperación, o desafiantes -. Lo cierto es que en la tenebrosidad de la noche, y por inaccesible del enclave, llegó envuelto en rasguños, golpes y cortes, que le daban un aspecto fantasmagórico – si es que un foco de luz nos hubiera permitido verlo en aquel momento -.

Repentinamente a una vuelta sobre si mismo, provocada pro el aturdimiento, le siguió una violenta caída. Un terrible golpe contra el durísimo suelo rocoso de una extraña gruta, tras el cuál le habían nevado unas burlonas mariposas de hojarasca que nada amortiguaron el impacto. Unos segundo tan largos como minutos estuvo derrotado Grumedán sin poder respirar, con los ojos abiertos aunque sin ver nada que no fuera el fruto de sus recuerdos e imaginación. A través de su mano derecha, fría e inmóvil como si ya estuviera muerta, notó cómo la pierna de ese lado sangraba igual que un torrente cálido. Sobre el que ningún obstáculo tenía fuerza para poner. Definitivamente iba a morir desangrado por el corte de una raíz en el transcurso de su vuelo hasta el fondo de aquella caverna.

Inmóvil, sin fuerzas ni juicio suficientes como para afrontar una cura de urgencia, o la búsqueda de una salida. Grumedán pareció dejarse morir definitivamente. Unas lágrimas gruesas cubrieron sus ojos negros, que ya jamás le iluminarían al andar. Ahora que se entregaba a la muerte, aquel paisano de Villar cegado por la ira, embrutecido por el alcohol, de alma ennegrecida por el peso de sus pecados cotidianos, perecía despedirse de este mundo con una señal de sentimiento: eran las lágrimas del arrepentimiento - ahora que la película de su vida se proyectaba en las oscuras cortinas que le envolvían -.

Sin embargo, entregado ala cadavérica mujer de la guadaña, humilde como nunca hasta entonces y resignado, una tenue luz apareció parpadeante más allá del infinito. Era como el fuego tembloroso de una vela, sin duda la luciérnaga salvadora de una estrella.

Animado por una repentina esperanza (era como si el cielo hubiese querido mostrarle la salida) Grumedán empleó sus últimas fuerzas en arrastrase hasta la libertad. Prácticamente expiraba en el momento en que daba con la boca de la caverna, en el punto mismo en que horas antes había perdido el equilibrio.

El reguero de sangre que iba dejando su pierna derecha le recordó a la sangre que hacía unos meses se había bebido aquella misma tierra del lobo al que había dado muerte, y se arrepintió de haber vivido con ese rencor. Y se dejó caer con los brazos en cruz y la mirada hacia arriba, sabiendo justa su muerte.

Cuando el alma parecía salir de su cuerpo sin vida, sintió u nuevo calor de brecha por la que le iba sangre y la vida. Incorporó entonces mínimamente su cabeza, para ver a qué se debía aquella extraña sensación. Sus ojos redondos y enormes que le resultaron familiares. Eran de un amarillo intenso, y los imaginaba incrustados en la cabeza de un lobo como el que no hacía mucho había matado. Aquel animal estaba lamiendo su herida que, entremezclada con algo de barro, comenzó a cerrarse, evitando así que Grumedán muriera desangrado.

De lo que a partir desde entonces ocurrió, nos cuentan los paisano s de Villar que Grumedán despertó a la mañana siguiente son la consciencia y las fuerzas suficientes para levantarse por su propio pie y dar con el camino hasta el pueblo.

Una vez allí se acercó a sus habitantes en tono mucho más alegre y abierto que el desafiante al que les tenía acostumbrados. Por lo que no tardaron en confiar en él.

Pudieron entonces escuchar el relato de Grumedan - quien desde entonces se hizo labrador admirable, siempre dispuesto a ayudar y acoger a sus vecinos y a cuantos caminantes daban con sus mochilas en aquella localidad-. No hace falta que os digamos que, a su vez nuestro protagonista se había hecho un defensor de los animales, especialmente de los pocos lobos de los que ya quedaban noticia por aquellos páramos. Entendió que la revelación de su ultima víctima se había hecho realidad:

“El pueblo te rechazará como a un loco. Vivirás perseguido

por tu propia conciencia, y sólo las estrellas y la vida de

los animales que mataste podrán salvarte desde tu

arrepentimiento. Si el milagro sucede, tienes sólo una

minúscula esperanza de volver a ser persona”

Y no dejó de observar, noche tras noche, a sus amigas las estrellas: de las que, decía, le habían salvado la vida - como a tantos y tantos aventureros en la noche.


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