lunes, 14 de junio de 2010

La Lista

Éste es un relato de Raúl Díaz, chellista de Arín Dodó. Entra dentro de una obra llamada Solitarios y psicópatas en un mundo indolente, representada recientemente en La Casa de los Jacintos y Entrelineas Libre Bar:

Nadie sabía cuando habían comenzado a redactarla. De hecho, ninguno sabía de su existencia hasta que nos detuvieron. Llegaron por la noche, cuando todos estábamos durmiendo. Nos metieron sin ninguna explicación en un furgón negro y nos llevaron a un edificio alto y sin ventanas. El edificio, lo llamaban. Nos condujeron en silencio a una sala de paredes blancas iluminada por una potente luz que surgía del techo, de unos fluorescentes que emitían una pequeña vibración apenas perceptible. Y allí nos dejaron. Poco a poco comenzamos a romper el mutismo que se había apoderado de nosotros, haciéndonos preguntas e intentando comprender qué significaba todo aquello: no habíamos cometido ningún crimen, ni una mera falta administrativa. Aquello nos tranquilizó, y presumimos que si estábamos allí no era para responder por algún delito.
El tiempo pasaba sin que la puerta que rompía la pulcritud de las paredes se volviese a abrir, sin que nadie entrase. Algunos comenzaron a ponerse nerviosos y gritaban al silencio demandando una explicación que nunca llegaba. El pequeño zumbido eléctrico de los fluorescentes comenzó a hacerse cada vez más audible y la luz impoluta del techo más insoportable. De pronto, una potente voz surgida de la nada resonó con fuerza en la habitación: «¿Por qué?». Una pregunta en apariencia simple que nos dejó a todos estupefactos. Aquel por qué se quedó clavado en nuestras cabezas varios segundos antes de que alguno reaccionase. Comenzamos de nuevo a hablar con la absurda idea de sacar alguna conclusión a través de aquellas dos únicas palabras: ¿Por qué? Intentando olvidar el miedo sordo que comenzaba a apoderarse de nuestro cuerpo. Pero tras mucho discutir no llegamos a ninguna conclusión.
A juzgar por el cansancio acumulado debía de haber pasado mucho tiempo desde que nos introdujeron en aquella estancia, pero era imposible saberlo. Nos habían quitado todas las pertenencias, a excepción de nuestra ropa, y la ausencia de referencias exteriores nos dejaba sin guía, perdidos en un mar de luz blanca. Algunos se acurrucaron en el suelo y se echaron a dormir, exhaustos de incomprensión. Otros, más nerviosos, paseaban de una pared a otra murmurando palabras ininteligibles. Sin previo aviso, el cierre metálico de la puerta retumbó en nuestras cabezas y todos quedamos quietos, incluso los que estaban dormidos. La hoja se abrió y dejó un hueco negro y profundo en la pared por el que sólo entró el nombre de uno de nosotros que una voz firme y aséptica nombro desde el exterior. El elegido nos miró con una mezcla de temor y alivio. Le respondimos con una mirada de incertidumbre y a pasos dubitativos salió de la sala. La puerta se volvió a cerrar. Tras unos minutos de silencio comenzamos de nuevo a discutir, más por acallar el miedo de nuestro interior que por averiguar algo más a partir de aquel acto. Y tras un tiempo indefinido volvimos de nuevo al silencio. Volvimos de nuevo a escuchar el insufrible zumbido blanco del techo.
Mucho después se repitió el rito: el sonido del cierre; la puerta abierta; el agujero oscuro; un nombre; uno menos. Esta vez, alguno pudo articular unas palabras, y le deseó suerte, más como un anhelo para los que se quedaban que para el que se iba. Varias veces tuvimos que contemplar aquel ritual. Un tiempo en el que el nerviosismo, el cansancio, el dolor de las articulaciones por estar allí tirados sin una silla o un simple camastro donde descansar adecuadamente, se hizo cada vez más agudo. Y comenzamos a mirarnos con desconfianza, como si los otros fueran casi los culpables de nuestra situación. Apenas quedábamos la mitad de los que entramos cuando la puerta se abrió y no se escuchó ningún nombre. La mella negra de la pared permaneció oscura durante un instante que nos pareció muy largo, hasta que muy despacio penetró por ella uno de los que primero había salido, encorvado, con la cara demacrada, con algunas canas a pesar de su juventud, arrastrando los pies a cada paso, con la mirada perdida. Se acurrucó en un rincón y allí se quedó quieto. Intentamos hablar con él, pero fue imposible: ni una sola palabra salió de su boca. En aquel momento el nerviosismo se convirtió en miedo y el miedo en terror. Hubo gente que comenzó a gritar pidiendo que le sacaran, otros comenzaron a golpear las paredes en un intento inútil por pedir ayuda, otros comenzaron a acusarse unos a otros de delitos que ninguno había cometido creyendo que de aquella purga, si es que aquello era una purga, podrían librarse si otros eran condenados. Qué equivocados estaban. Ellos fueron los primeros en salir, a intervalos de tiempo que carecían ya de significado. De vez en cuando volvía alguno, tembloroso, avejentado, como un mero recuerdo de la imagen que tenía al salir, e incluso en alguna ocasión, a alguno de ellos se lo llevaron de nuevo para no volver jamás.
Después de tanto tiempo los pocos que aún quedábamos no sabíamos si teníamos hambre o no, si el dolor que sentíamos era real o imaginado, si todo era una pesadilla de la que tarde o temprano despertaríamos. Ya nadie hablaba. Pasábamos horas tirados, mirando el techo, con el pensamiento en blanco. Al final me quedé solo entre aquellas cuatro paredes, pidiendo que pronto sonase mi nombre a través de aquel agujero negro para acabar con aquella infinita incertidumbre, aquel miedo que de tanto agarrarse a mis entrañas había acabado por convertirse en deseo de una muerte liberadora. Anhelaba un fin que nunca llegaba. Escuché el cierre, su eco metálico, el pequeño movimiento del aire que era ya capaz de distinguir desde el otro extremo de la habitación y seguí tumbado. No hice un esfuerzo por levantarme y esperé mi nombre, el último de una lista que no había visto pero que su existencia suponía, pero nadie me llamó. Sentí unos pasos cerca de mí y una figura se recortó contra el blanco de neón del techo. Me reincorporé con cierto esfuerzo. Era un hombre joven, bien vestido y con un pelo impolutamente peinado. Me llamó por ni nombre de pila y me dijo que todo aquello había sido un error, que en nombre de todos me pedía disculpas por los problemas ocasionados, y que, sin duda, aquello no volvería a repetirse. No supe muy bien qué decir. Me dieron de comer, me permitieron tomar un baño de agua caliente, me afeitaron y me dieron ropa limpia. Me llevaron a mi domicilio en un coche de lujo con chofer y se despidieron de mí muy amablemente. Al entrar en casa comencé a llorar sin saber muy bien por qué. Miré a mi alrededor: nada había cambiado. Por fin todo había terminado, y sentí un gran alivio, como si acabase de despertarme de una pesadilla.
Al poco, comenzaron a redactar otra lista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario